La fumata que obligó al Vaticano a innovar

La fumata que obligó al Vaticano a innovar

Durante décadas, el Vaticano enfrentó un problema que no parecía técnico, pero lo era. Un problema que, sin necesidad de escándalos ni conspiraciones, ponía en jaque la claridad de uno de los momentos más esperados de la Iglesia: la elección de un nuevo Papa.

La señal era simple: si el humo que salía desde la chimenea de la Capilla Sixtina era negro, no había Papa. Si era blanco, sí. ¿Qué tan difícil podía ser distinguir entre blanco y negro? Mucho más de lo que parece.

Lo irónico es que esta práctica —la fumata— se implementó como una mejora. En 1878, durante el cónclave que eligió a León XIII, el Vaticano decidió que quemar las papeletas y comunicar el resultado mediante humo era una forma más rápida y clara de informar al mundo si había o no un nuevo pontífice. En esa época, sin radio, ni televisión ni internet, fue una innovación pensada para acelerar la comunicación.

Pero con el tiempo, el ritual empezó a fallar. En 1939, durante el cónclave que eligió a Pío XII, el humo salió gris. Muchos creyeron que era blanco. Los diarios lo anunciaron. La multitud celebró. Pero no había Papa. Hubo que desmentirlo. Décadas después, en 1978, ocurrió lo mismo dos veces: primero con Juan Pablo I y luego con Juan Pablo II. En ambos casos, el humo fue turbio, confuso, una especie de «tal vez» flotando en el cielo.

Ante tanta confusión, el Vaticano improvisó un remedio simbólico: además del humo, cuando hubiera un nuevo Papa, sonarían las campanas de San Pedro. Una segunda señal, para evitar malas interpretaciones. Un parche que funcionaba, pero no resolvía el fondo del problema.

El humo nunca tuvo una receta química oficial. Era más ceremonia que ciencia: paja húmeda, alquitrán, aserrín. Los encargados del cónclave hacían lo posible por obtener el color adecuado, pero el clima, la humedad y los materiales lo volvían impredecible. Y el mundo, cada vez más ansioso de certezas, necesitaba algo más claro.

¿Y por qué no se cambió antes? Porque el Vaticano no es cualquier institución. Es una de las más antiguas del mundo, y cada símbolo que usa tiene siglos de historia. Modificar una tradición no es solo una decisión operativa: es un acto cargado de peso cultural y espiritual. Además, no se pueden hacer pruebas en la Capilla Sixtina. Y el secreto del cónclave impide ensayos generales. El margen para innovar era mínimo.

Pero en 2005, con la muerte de Juan Pablo II y el mundo observando en tiempo real, la ambigüedad ya no era tolerable. Se necesitaba una solución técnica. Y entonces ocurrió algo inesperado: el Vaticano contrató, en silencio, a una empresa italiana de pirotecnia, Martarelli S.R.L., especialistas en espectáculos visuales como carnavales y desfiles militares. Gente experta en hacer que el cielo hablara con colores.

Su misión: diseñar una mezcla química capaz de generar, sin lugar a dudas, humo negro o blanco. Lo lograron. Se instaló una segunda estufa, esta vez electrónica, junto a la tradicional. Y se crearon dos fórmulas distintas: una para humo blanco (clorato de potasio, lactosa y resina vegetal) y otra para humo negro (perclorato, antraceno y azufre). Todo cuidadosamente dosificado.

¿Funcionó a la primera? No. El primer intento del cónclave de 2005 volvió a ser confuso: el humo salió gris. ¿Por qué? Porque las pruebas no se hicieron con el sol romano, ni con el viento de abril sobre la Plaza de San Pedro. Pero esta vez, hubo reacción inmediata. Se ajustaron las mezclas. Y cuando fue elegido Benedicto XVI, el humo fue blanco. Clarísimo. Y las campanas, por si acaso, también sonaron.

Hoy, alguien podría preguntarse por qué seguir usando humo en vez de pantallas gigantes, transmisiones oficiales o anuncios digitales. La respuesta es simple: porque el humo es parte del rito. Es símbolo. Es espera compartida. Es un momento en que millones alzan la vista hacia el mismo punto del cielo, buscando una señal.

Y aun así, hubo espacio para innovar. Porque innovar no siempre significa romper con el pasado. A veces, es encontrar la forma de que lo que valoramos del pasado siga siendo posible en el presente.

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