31 Minutos fue un experimento sin recursos… que conquistó un continente con pura creatividad

31 Minutos fue un experimento sin recursos… que conquistó un continente con pura creatividad

En un rincón olvidado de la televisión chilena, entre escenografías abandonadas, cables sueltos, cajas de cartón y pasillos que olían a humedad, ocurrió uno de los fenómenos culturales más inesperados de Latinoamérica. No fue una gran producción. No tuvo presupuesto, ni estudio, ni apoyo institucional. Fue, en palabras simples, un experimento con títeres, cartón y libertad absoluta. Y sin embargo, terminó cambiándolo todo.

La historia comenzó en los márgenes de TVN a principios de los 2000. Álvaro Díaz y Pedro Peirano, un dúo creativo que venía de hacer televisión crítica e irónica en espacios como Plan Z y Gato por Liebre, propusieron una idea descabellada: hacer un noticiero infantil con marionetas. Pero no uno educativo o paternalista, sino uno que parodiara los códigos de la televisión misma. Nadie apostó por el proyecto. Y esa fue su primera gran ventaja. Porque en ese acto de indiferencia institucional, encontraron lo más valioso que puede tener un creador: libertad total.

Les asignaron un espacio marginal en la parrilla: domingo a mediodía, horario donde la televisión suele repetirse a sí misma. No les dieron estudio, ni decorado, ni recursos. Así que se instalaron en bodegas abandonadas del canal. Usaron luces recicladas, escenografías en desuso, cortinas viejas. Los títeres fueron diseñados y cosidos a mano por el equipo, usando goma espuma, cartulina, botones sueltos y ropa que nadie reclamaba. Los micrófonos eran tubos de cartón, y los muebles, cajas pintadas. Todo era precario, pero todo tenía alma.

En esa precariedad floreció algo extraordinario. Porque cuando no se tiene nada que perder, se gana lo más difícil de encontrar en una industria creativa: audacia. Álvaro y Pedro, junto a un pequeño equipo de guionistas, músicos, diseñadores y titiriteros, inventaron un universo absurdo, lúcido y entrañable. Hicieron crítica social, parodia política, humor existencial y educación emocional… todo bajo el disfraz de un noticiero para niños. Cada personaje —Tulio Triviño, Juanín Juan Harry, Bodoque, Patana— se volvió un espejo amable pero implacable de la sociedad chilena. Y desde ahí, comenzó la expansión.

31 Minutos se volvió un fenómeno inesperado. Las canciones del programa, originalmente pensadas como parodias de los festivales infantiles, terminaron convertidas en éxitos radiales. “Mi equilibrio espiritual”, “Baila sin cesar”, “Tangananica Tangananá” o “Rin Raja” pasaron del televisor a los colegios, de los colegios a los teatros, y de los teatros… a las giras internacionales. Los discos se vendieron por miles, los conciertos en vivo se llenaron de niños y adultos que sabían las letras de memoria. Tulio Triviño, Juan Carlos Bodoque, Patana y Policarpo se convirtieron en íconos culturales. Se vendieron libros, juguetes y ropa con sus rostros. La serie se transmitió en casi toda América Latina, fue doblada al portugués en Brasil, presentada en el Vive Latino de México, ovacionada en el Lollapalooza y premiada en el Festival de Viña del Mar. Y todo eso nació en un pasillo olvidado de TVN.

Pero el mayor logro de 31 Minutos no fue su alcance, sino su origen. Es el programa de títeres más exitoso en habla hispana. Y no se construyó desde el poder, sino desde el margen. Desde un lugar donde la precariedad no fue excusa, sino impulso. Donde la falta de recursos se convirtió en identidad. Donde la creatividad no era un lujo, sino una necesidad urgente. Donde, al no tener que responder a nadie, pudieron responderle a todos.

Y todo eso ocurrió porque, en el fondo, 31 Minutos no era solo un programa. Era una lección silenciosa sobre creatividad, sobre identidad, sobre cómo hacer algo grande desde lo pequeño. Era la demostración de que innovar no siempre requiere tecnología de punta, fondos millonarios o validación externa. A veces, basta con no tener nada… para poder hacerlo todo.

A veces, la escasez no es el obstáculo. Es la ventaja. Porque cuando no tienes nada que perder, puedes inventarlo todo.

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